Las 13 Colonias
“Muy pocos saben la grave situación en la que nos encontramos, en múltiples aspectos” escribía un desalentado George Washington en una carta de enero de 1776. A continuación añadía que a menudo pensaba que habría sido mucho más feliz si, en lugar de aceptar el mando de la Revolución Americana, se hubiera alistado en filas o si -de haberlo consentido su conciencia- se hubiera “retirado a las zonas fronterizas e instalado en una cabaña india”
No es este el discurso vibrante y esperanzador que uno esperaría del comandante en jefe de la joven república, justo cuando dirigía una de las campañas más impresionantes de la historia. Eso ocurría en enero de 1776 y aún debían pasar seis largos y duros años hasta la batalla final de Yorktown en octubre de 1781. ¿Qué descorazonaba tanto a nuestro decidido líder? ¿Porqué le atraía una cabaña de indios en West Virginia?
Una vez comenzó la lucha, George, sus ayudantes militares y el Congreso se dieron rápidamente cuenta de lo que significaba que un pequeño y desorganizado grupo de colonias desafiara a uno de los imperios más poderosos del mundo. Aunque las trece colonias no carecían ni de ánimos ni de ideales, les faltaba casi todo lo necesario para hacer la guerra según las exigencias de aquel tiempo: una moneda estable para adquirir suministros y pagar a las tropas; fundiciones para una amplia producción de cañones, de morteros y de las terribles y mortíferas bayonetas; tejidos y cuero en cantidad suficiente para hacer tiendas, uniformes, mantas, zapatos y botas; y las fábricas y los materiales para producir pólvora. La riqueza de las colonias estaba en la agricultura y en la producción de recursos naturales, y sufrieron una grave carestía de todos los productos citados. Y fueron los españoles y los hispanoamericanos los que, en 1776, comenzaron a proveer estos suministros, y lo continuaron haciendo durante toda la Guerra de la Revolución Americana.
Mediante su política y su legislación, Londres había mantenido a las colonias, de manera deliberada, en un estado ‘colonial’ y de atraso económico. La ley del Parlamento británico de 1764 sobre moneda, “Currency Act” , prohibía a las colonias de América del Norte acuñar monedas o imprimir billetes. Hasta mucho después de la Guerra Revolucionaria no se descubrieron yacimientos de oro. A falta de una moneda local, las colonias tendieron a utilizar las monedas españolas llamadas `piezas de a ocho`, pesos, o “mexicanos”, dado que en el siglo dieciocho la mayor parte de los metales preciosos de España provenían de las explotaciones mineras de México. En junio de 1775 el Congreso autorizó la primera moneda, los `continentales`, equivalentes a dos millones de dólares de cuño español. Los `continentales` se depreciaron rápidamente y en 1779 sólo alcanzaban el 1/25 de su valor original.
Cerca del 95% de los colonos trabajaban en la agricultura, mientras que ahora sólo lo hace el 2% de nosotros. Aunque la agricultura y la producción pre-industrial de las economías rurales permitían un alto nivel de vida para el siglo dieciocho, esa estructura económica no podía soportar una guerra prolongada. Las leyes de navegación de 1750,“Navigation Acts”limitaron la producción de hierro de las colonias al hierro colado. El hierro colado es hierro procesado en bruto y con un alto contenido de carbón que lo hace muy frágil y con usos, por tanto, muy limitados al carecer de la fuerza de tensión necesaria para la fatal eficacia de las bayonetas, o para soportar la detonación producida por el disparo de un cañón. En todas las colonias se producían rifles de modo artesanal, particularmente en Pennsylvania, pero no en las cantidades requeridas por el Ejército.
Durante toda la guerra escaseó la pólvora. La producción local comenzó temprano, pero las colonias también dependían de la importación de las materias primas, como sulfuro y salitre. Los historiadores discuten qué porcentaje de producción local hubo respecto de lo importado, pero todos coinciden en que los colonos y el Ejército Continental necesitaron pólvora desesperadamente durante toda la Guerra Revolucionaria, y que prácticamente toda la pólvora o sus componentes fundamentales eran importados. Los historiadores estiman que del 80 al 90% de la pólvora disponible para equipar la Revolución en sus primeros dos años y medio fue importada.
También había escasez de uniformes, telas, calzado, tiendas, y mantas, y esto repercutió en el tremendo número de bajas del Ejército Continental. Murieron ocho veces más hombres por causas ajenas al combate, que los que fallecieron en la lucha. Las muertes aumentaron con la terrible epidemia de viruela que se desató durante la guerra, pero también influyeron la falta de ropa de abrigo, de comida adecuada y de elementos de resguardo. George escribió en 1776 que nuestro Ejército iba a enfrentarse en el campo de batalla a los poderosos británicos “sin dinero en la tesorería, sin pólvora en los polvorines, sin armas en los depósitos, y en breve se verá que habremos de salir en campaña sin tiendas con las que resguardarnos”
Hacia 1781 el país estaba fatigado de la larga rebelión: la moneda se había desmoronado; no se podían transportar los suministros por tierra sin pagos por adelantado y en moneda fuerte; los enfermos carecían de medicinas y de comida; las tropas estaban sin ropa y en las filas había un sordo rumor de motín por la falta de paga y de equipos. En abril de 1781 George escribió a un joven ayudante al que había enviado a recaudar fondos “no es necesario que entre en detalles, cuando la cuestión se resume en una palabra: que estamos al cabo y que ahora o nunca debe llegarnos la salvación”
La salvación llegó, como había llegado durante la guerra, de parte de los españoles y de los hispanoamericanos. Los suministros de pólvora, mosquetes, bayonetas, cañones, morteros, balas de cañón, balas, telas, uniformes, calzado, tiendas, mantas, aparejos y velas para los barcos fueron financiados por los españoles y llevados de contrabando desde España, México y Cuba hasta el Ejército Continental. Las colonias recibieron un trato comercial favorable desde el comienzo de la guerra, lo que les permitió vender productos como la harina a cambio de la plata que tanta falta les hacía. Durante aquel dificilísimo año, también fueron los españoles y los cubanos los que aportaron fondos para la Batalla de Yorktown, con la aportación de plata y oro recogida en La Habana, Cuba, y que transportó la flota francesa que se hizo a la mar desde el Caribe.
Cuando George supo que la flota francesa que cargaba los fondos provenientes de Cuba, y tropas de refuerzo para la Batalla de Yorktown, había arribado en agosto de 1781, se pudo ver al digno pero abrumado General dar saltos de alegría y agitar su sombrero. Por fin George había tenido un día de suerte.